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viernes, 23 de diciembre de 2011

Feliz Navidad.

Después de haberme despedido he visto esta foto. Es de tres niñas de 4º del CEIP "Andalucía", de Cádiz. Son Alba, Elena y Alicia. Se la han hecho esta mañana. Se les ve en la cara las vacaciones por estrenar, la ilusión de la Navidad. Esta es una felicitación mejor que la que expresé en la entrada anterior. Con ella sí cierro el año.
Hace siete años publiqué un artículo sobre el espíritu navideño. Lo repito aquí,para el que tenga voluntad de
leerlo. Tal vez les guste a los que aún guarden un poco del espíritu del niño o la niña que fuimos.

"El ser humano ha sabido crear paisajes mentales que han sido capaces de envolver la realidad y ver a ésta de otra manera, aunque la apariencia de esa realidad, su forma de manifestarse, no se altere. Las personas que aceptan y se suman a estos paisajes cambian en alguna medida su sensibilidad y los comportamientos se modifican para adaptarlos a esta nueva imagen mental que sólo nosotros hemos construido y que cada uno se la recrea conforme a su propia idiosincrasia. Uno de estos paisajes mentales, universalmente aceptado, es el que permite la celebración de la Navidad. ¿Qué notas, qué características presenta para que, todavía hoy, el “espíritu navideño” tenga vigencia y se manifieste al margen de la adscripción religiosa concreta o de la farándula, el estruendo o el mercantilismo que se ha apoderado de ella en nuestro “primer” mundo? Sin ser exhaustivo, la navidad nos permite encontrarnos con cuatro elementos de nuestro espíritu que nos tiñen de humanidad.    
            El primero es la intimidad, que es ese sentimiento que nos despierta una ventana con luz que se recorta en la oscuridad cuando la vemos desde fuera, algo estremecidos por la noche y el frío. Nos sugiere algo cálido, profundo, de estar a salvo. También es intimidad esos sentimientos tan dulces que nos quedan, escasos y huidizos, cuando despertamos de un sueño muy querido, vivido con personas entrañables o en situaciones que al pasar el tiempo se han idealizado. Sin que sepamos por qué, recuerdos, seres queridos, amigos íntimos extraviados para siempre vuelven a vivir gracias a un extraño regalo de nuestro cerebro, que ni sabemos por qué nos lo hace ni cómo lo puede repetir. Es un sentimiento tan personal porque sólo nosotros nos dejamos calar por ellos así, porque sólo nosotros alcanzamos su sentido, porque sólo nosotros hemos sido tan felices mientras han durado.
            El segundo es la evocación. Cuando evocamos nos administramos la pequeña droga de recordar los momentos más tiernos del pasado. ¿Por qué sentimos ternura cuando evocamos vivencias, encuentros, situaciones, lugares? Porque ahí aparecemos en el pasado, cuando creíamos firmemente que llegaríamos a estar en un mundo mejor que el que luego ha resultado. Porque entonces proyectábamos sobre las personas y los hechos un porvenir labrado por nuestros deseos y pensamientos, y luego ha sido la vida la que ha esculpido ese futuro y todo ha salido peor. Evocar es la esperanza hacia atrás: volver a situarnos en los momentos a partir de los cuales las cosas todavía no se habían torcido, aún podían salir bien.
            El tercero es la magia. Con la magia no vemos un belén como un conjunto de muñecos de barro, serrín y papel azul, sino como algo que todavía nos suscita un trozo pequeño de embelesamiento. Con la magia, sin saber por qué y por estar en las fechas que estamos, aumenta nuestra esperanza, se acrecienta nuestra fe en las personas y en las cosas. La magia nos permite pensar que algunas, muy pocas noches, son distintas, van a resultar de otra manera, pese a las evidencias de que unos grados más de giro de la Tierra no aportan sentido ni consuelo. Con la magia  todavía aguardamos en el futuro, en lo que está por venir, como si no tuviéramos la experiencia de que las cosas nuevas no van a correr una suerte distinta a la que sufrieron las viejas.
            El cuarto es la capacidad de recuperar la infancia, de hacernos  niños. Tenemos que pensar en la infancia. Las Navidades parecen hechas para los pequeños. Es la fiesta de un niño, de algo nuevo que nace. Es el Sol, que deja de caer cada vez más abajo en el horizonte, se vuelve a levantar y nos da otra oportunidad. Creo que era Tagore el que decía que con cada niño que nace nos demuestra Dios que aún no ha perdido la confianza en el hombre. Hay que creer en que mientras haya niños, el mundo tiene arreglo. Esa es nuestra esperanza de cambio. Por eso nos debe dar envidia la ilusión que estos días atesoran. Por eso todos nos debemos esforzar en acrecentarles esa ilusión, conservársela, evitar todo lo que se la pueda romper. Bien sabemos que es un tesoro efímero, que lo van a perder, que lo van a gastar o que se lo van a robar. Pero lo que les quede de ilusión, de magia, de cariño, de fantasía, de dulzura, lo que les perviva de unas sustancias que son tan frágiles como la brisa, el aroma o el murmullo, esos restos, serán los materiales con los que podrá hacer algo mejor su alrededor. Si, como en los cursos de agua, pudiéramos seguir su recorrido hasta sus nacimientos, veríamos cómo muchos gestos adultos de grandeza, ternura, renuncia, cariño, solidaridad, perdón y paz, han tenido sus fuentes y se han nutrido del caudal de ilusión que recogieron en el tiempo de la Navidad".

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